Columna escrita por Miguel del Río
En alguna ocasión, alguien que se lo está pensando, ha recabado mi opinión acerca de estar o no en Twitter. “¿Para qué lo vas a utilizar”, le contesto. Si la respuesta es vacilante, la mía no: “¿qué se te ha perdido ahí?” No es consejo de conocedor de redes sociales y sus intríngulis, pero jamás he aseverado que conduzco bien un coche, y eso me hace merecedor de cierto respeto por no sacar pecho por lo obvio. ¡Por ahí voy!: en este país todos sabemos todo de todo, y no es verdad. Las lamentaciones, el perdóneme usted, viene siempre después, pero cada vez pierde más valor, porque es mayor el improperio, el insulto, la falsedad o la difamación.
Me gustaría frenarme y no aseverar que somos un país de faltones. Lo que ocurre en Twitter, lo que se acrecienta en este gran canal de comunicación abierto a todo aquel que lo desee, no es más que una expresión de escasez de valores, maneras y saberes sobre la educación que corresponde aplicar en cada momento del día, desde que nos levantamos, hasta que nos ponemos a tuitear. Lo que ha ocurrido recientemente con determinados tuits no habla bien de la halitosis bucal y mental de determinados personajes que saltan a la actualidad, pero para mal. Francamente, me da igual el nombre y el apellido de quien escribe burradas y atrocidades en las redes. Hay rayas rojas para cuestiones que son del dolor general, diría más, mundial. El Holocausto, el terrorismo, las víctimas de las bombas, provengan de donde provengan, las guerras, la profunda pena ajena… Escribir lo que se ha escrito sobre el Cementerio de Alcasser (las “Niñas de Alcaser”) e Irene Villa no tiene pase alguno. Es sencillamente repugnante. Mi rechazo frontal y total.