El descerebrado émulo de Hamilton, pasado de alcohol y sobrepasado de revoluciones, tiene ahora mucho tiempo para leer a Quevedo, ver el cine de Dean y reflexionar sobre las dos jóvenes vidas que truncó. Marina, la copiloto, apenas sobrevivió unas horas al choque. Era una prometedora psicóloga especializada en psicopatologías. Es obvio que el conductor que las embistió, de 36 años, nunca había pasado por su despacho.
La velocidad produce los mismos monstruos que el sueño de la razón. Y genera psicopatologías que ya no podrá tratar Marina. En esta España del bello Sánchez que discute cuerpo a cuerpo los verdaderos muertos del coronavirus, duelen pavorosamente nuestras dos jóvenes muertas. Natalia luchó como una jabata durante 27 días y 27 noches y se despidió silenciosamente un sábado cualquiera de agosto.
El luto nacional se ha instalado confortablemente entre nosotros. Sabina se quedó cortesmente corto cuando denunció el robo del mes de abril, porque este hurto es de dimensiones oceánicas y se viene produciendo, mes a mes, desde marzo. Robar vidas no es robar gallinas. Penden y penderán del sutil hilo de las ucis cientos o miles de muertos más.
Pero lo de Marina y Natalia es desgarradoramente distinto. Tan injusto como irreversible. Tan cotidiano como condenable. Tan absurdo.
@JAngelSanMartin
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